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AGUA CALIENTE (Guatemala). Tienen hambre, miedo y muchas dudas. Llevan caminando por carreteras asfaltadas y caminos de tierra tres días. Están desconcertados, pero sueñan con una vida mejor. Sin violencia. Sin pobreza. La caravana de los miles de migrantes hondureños es el viacrucis de la miseria.
Viajan ligeros. Algunos apenas llevan un pequeño petate en sus manos o una mochila en su espalda. De colores. Media vacía y a la vez llena de esperanza. Salieron de su Honduras el pasado sábado. Están organizados, pero nadie dice por quien. Solo hablan de los motivos que los han llevado a migrar.
Mientras esperan en el paso fronterizo de Agua Caliente, algunos de ellos conversan con Efe sobre sus odiseas. Sus vidas. Sus penurias. Sus anhelos. Agentes de la Policía Nacional Civil de Guatemala y antimotines se han colocado en hilera para impedirles el paso. Son un centenar, pero ellos son unos 2.000.
Detrás de una bandera azul y blanco de Honduras, Marvin Recinos cuenta que su sueño es tener “una vida mejor”. Hace un año perdió a su hijo, de 7, por un sistema de salud público obsoleto: “No le atendió bien una apendicitis”.
Hoy echa la mirada hacia atrás y aún nota el peso de la tristeza. Culpa al presidente hondureño, Juan Orlando Hernández, de una vida llena de desgracias y miserias, mas no pierde la esperanza de alcanzar un porvenir.
Empiezan a tener hambre. Están cansados. Algunos tienen que ser atendidos por miembros de la Cruz Roja. El sol está en su punto más alto. Solo quieren pasar.
De repente, varios de ellos levantan la tanqueta que impide la libre circulación y los agentes solo miran. El desconcierto reina en el ambiente, mas solo piensan en alcanzar suelo estadounidense. Así que empiezan a caminar.
Solo quieren pasar
A 15 kilómetros de la frontera un retén policial los vuelve a detener durante varias horas. Una madre hondureña da de beber a su hijo pequeño. El termómetro no baja de los 30 grados. Algunos de los jóvenes no pueden parar de llorar por la desesperación. Solo quieren pasar pero no se lo permiten. Están angustiados. Afligidos. Abatidos.
Es por ello que, con su identificación en la mano, gritan desesperados que están documentados y empiezan a entonar el himno de Honduras. Una, dos, tres... hasta diez veces.
Entre cántico y cántico, Glenda, una joven de 24 años, asegura a Acan-Efe con su hija de dos años en brazos que solo busca un futuro para su pequeña.
El papá no quiso ayudarla y en Honduras “no hay futuro”. Ni para ella. Ni para su hija. Está dispuesta a todo y solo le pide a Dios, como todos, fuerzas para continuar la caminata.
Está a punto de caer la noche. Llevan tres horas varados en la carretera. Judith Fernández, una mujer de Esquipulas, se acerca y les regala la imagen del cristo negro, uno de los más venerados de Latinoamérica con réplicas distribuidas por todo el continente.
Como por obra de un milagro, los policías les dejan pasar. No saben que ha pasado ni tampoco hasta donde van a llegar.
Solo siguen su travesía. Van a buscar albergues para pasar la noche. Mañana será otro día.
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