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PARÍS, Francia. El cantante Charles Aznavour, fallecido en la madrugada del lunes a los 94 años, se alzó a la fama mundial a pesar de una voz y físico atípicos que no le impidieron consagrarse con sus nostálgicas melodías como el último gigante de la canción francesa del siglo XX.
Le decían que era demasiado feo, demasiado bajito y que no podía cantar. Pero este gigante de 165 centímetros apodado “Aznovoice” por sus críticos -en un juego de palabras en inglés por “has no voice”, no tiene voz-, vendió más de 180 millones de discos en ocho décadas de una carrera maratónica que nunca abandonó.
El Frank Sinatra francés de origen armenio se jactaba de haber grabado en los pesados discos de pasta de 78 revoluciones hasta los CD, pasando por los LP de vinilo, que inmortalizaron más de 800 canciones compuestas por él mismo, incluyendo unas 70 en español.
“Si debe perdurar algo de mí o de mi trabajo, mis discos serán ampliamente suficientes”, escribió Aznavour en su libro autobiográfico “De una puerta a la otra”, publicado en 2011.
De “La Bohême” a “Que c’est triste Venise” (Venecia sin ti, en español), sus recitales en el mundo entero seguían convocando a miles de incondicionales que aplaudían sus grandes éxitos melódicos sobre el amor o el paso del tiempo.
Al igual que la de Charles Trenet (1913-2001), la popularidad de Aznavour trascendió edades y clases sociales, aunque sin llegar a entrar verdaderamente en el firmamento literario de cantautores como George Brassens, Leo Ferré o Jacques Brel.
Pero Aznavour fue ante todo el embajador de la canción francesa en el mundo, y en ese rol accedía a cantar en cualquier idioma: español, italiano, alemán, inglés, ruso... Cantó para papas, reyes o presidentes.
En 1998, la cadena de televisión CNN y la revista Time lo coronaron “artista del siglo”.
Cuando la edad comenzó a ponerle límites, Aznavour no se dio por enterado. Usaba un taburete alto en el escenario y respaldaba su memoria con un apuntador electrónico.
Poco antes de su muerte, había estado de gira en Japón y tenía previsto actuar este mes en Bruselas.
Nacido el 22 de mayo de 1924 en París en una familia de inmigrantes armenios que huyeron de las persecuciones turcas, Aznavour residió durante muchos años en Ginebra, donde halló refugio fiscal y llegó a ser embajador de Armenia, país que también representó en la sede europea de la ONU.
Cuenta la leyenda que al nacer la partera no pudo pronunciar el nombre que le querían dar sus padres -Shahnourh-, y lo convirtió de inmediato a un Charles más francés.
“París es la ciudad de mi infancia, Erevan la de mis raíces”, aseguraba Aznavour, que siempre reivindicó con orgullo sus raíces armenias que condimentaron con un toque de melancolía hasta la más alegre de sus canciones.
Su infancia transcurrió inmersa en la bohemia de músicos y actores en París. A los 9 años ensayaba solo frente a un espejo y decidió cambiar el apellido paterno Aznavourian por el patronímico artístico Aznavour.
La fortuna tardó en llegar y le sonrió por primera vez en 1946 cuando llamó la atención de la cantante Edith Piaf, que junto al pianista Pierre Roche lo embarcó al año siguiente en una gira por Estados Unidos.
En los años 1950 escribió canciones para Gilbert Bécaud, pero junto con el éxito llegaron también las primeras críticas. “¿Cuáles eran mis desventajas? Mi voz, mi estatura, mis gestos, mi falta de cultura y de instrucción”, admitió el cantante.
Pero Aznavour persistió en su determinación, más fuerte que aquel “velo de niebla” que cubría el timbre de su voz. Y que finalmente terminó siendo su sello inconfundible y una de las llaves del éxito.
La gloria mundial llegó en los años 1960, con algunos de sus grandes éxitos: “Les comédiens”, “Hier encore”, “Il faut savoir”... En esa época tomó por asalto el Carnegie Hall de Nueva York, antes de una gira mundial que lo catapultó a la fama con canciones como “La Mamma”, que retomaron otros grandes del escenario como Ray Charles, Liza Minnelli o Fred Astaire.
Aznavour apareció también en la pantalla grande, en “Disparen al pianista” de François Truffaut, y luego en “And then there were none” (1974), inspirada en la novela de Agatha Christie “Diez negritos”.
En la década siguiente, se adentró en temas más novedosos y sensibles para la época, como el de la homosexualidad en “Comme ils disent” (1972).
En 1998 encabezó los esfuerzos humanitarios para ayudar a los cientos de miles de víctimas del terremoto que devastó Armenia, y durante años militó a favor del reconocimiento del genocidio armenio por los turcos.
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